Grave denuncia contra Lilia Lemoine por amenazas a una excompañera de bloque
La diputada nacional Lilia Lemoine volvió a quedar en el centro de la polémica tras ser denunciada por su excompañera de bancada, Lourdes Arrieta, quien pidió formalmente que se la sancione por proferir amenazas directas una vez terminada la sesión de este miércoles.

«Agradecé que no te arranco la cabeza», fue la frase que Arrieta le atribuye a Lemoine, pronunciada en el hemiciclo, ante la vista de otros legisladores y personal parlamentario. No se trata de un insulto menor ni de una mera discusión acalorada: estamos ante una expresión con un contenido de violencia simbólica y verbal extremo, que roza la amenaza física y se aleja peligrosamente del marco de tolerancia que debe regir en el Congreso.
Arrieta, que abandonó el bloque de La Libertad Avanza hace pocos meses, calificó la frase como “inadmisible” y reclamó a la presidencia de la Cámara Baja que adopte medidas urgentes para garantizar su integridad y la mínima convivencia institucional. La denuncia sacude nuevamente a un oficialismo que ya viene cuestionado por la agresividad de algunos de sus referentes, y expone una cultura política cada vez más crispada, donde las diferencias no se discuten sino que se anulan a través del agravio y la amenaza.
No es un episodio aislado. La propia Lemoine ha protagonizado intervenciones públicas cargadas de violencia verbal contra adversarios políticos y colectivos feministas, apelando al insulto como si fuera parte de su marca personal. Sin embargo, cuando ese estilo se transforma en amenaza directa dentro del Congreso, ya no hablamos de provocación sino de intimidación.
Este tipo de comportamientos revelan una preocupante degradación del debate democrático. El Parlamento es el espacio donde deben resolverse las diferencias políticas mediante el diálogo, no un ring donde se legitime la violencia, siquiera verbal. Si no se trazan límites claros, se corre el riesgo de habilitar un clima de hostigamiento que, en última instancia, pone en riesgo la seguridad de los propios legisladores y, por extensión, la representatividad del sistema democrático.
La pregunta de fondo es si la sociedad está dispuesta a aceptar que quienes la representan utilicen el lenguaje de la amenaza para disciplinar a sus pares. El respeto mutuo no es una cuestión protocolar sino el corazón mismo del funcionamiento republicano. Sin ese piso mínimo de respeto, no hay deliberación posible, solo imposición y miedo.
Por eso, el pedido de sanción contra Lemoine no debería verse como una disputa personal, sino como una señal de alarma institucional. Si el Congreso permite que un legislador amenace con “arrancarle la cabeza” a otro sin consecuencias, el mensaje hacia la ciudadanía es devastador: que la violencia también es aceptable en la política.