La Brújula 24 o atacar en redes sociales a un nenito de 12 años es «libertad de expresión», lo otro no cuenta
La política argentina atraviesa un momento de contradicciones que revela no solo la fragilidad del discurso oficial, sino también la precariedad de los consensos democráticos más básicos. Dos episodios recientes exponen cómo la libertad de expresión, principio central en cualquier república, se manipula según la conveniencia del poder de turno.

Por un lado, Germán Sasso, periodista de La Brújula 24, recordó cómo en 2014 Patricia Bullrich, entonces diputada, lo defendió públicamente cuando la Justicia allanó la radio para evitar la difusión de escuchas vinculadas al caso Suris.
En aquel momento, la actual ministra de Seguridad no dudó en denunciar lo ocurrido como un atropello y repudió el intento de obligar a los periodistas a revelar sus fuentes. Incluso lo llevó al Congreso para exponer sobre la importancia del secreto profesional.
Esa misma dirigente que hace once años se erigía en defensora de la prensa, hoy encabeza las denuncias contra Jorge Rial, Mauro Federico y el abogado Gregorio Dalbón, acusándolos de participar en maniobras de espionaje.
El contraste no puede ser más brutal: de garantizar la libertad periodística a criminalizar a quienes investigan o difunden información incómoda para el Gobierno. Como señaló Sasso, “me entristece este cambio de posición. Me sorprende para mal”.
El caso ilustra un fenómeno extendido en la política argentina: la utilización selectiva de los principios democráticos. La libertad de expresión vale cuando protege al aliado, pero se convierte en delito cuando expone la fragilidad del poder.
El presidente Javier Milei ofrece un ejemplo aún más extremo de esta lógica. Bajo el paraguas de la “libertad de expresión”, justificó haber atacado en redes sociales a Ian Moche, un niño de 12 años con autismo que se ha convertido en referente en la lucha por los derechos de las personas con discapacidad.

Lejos de reconocer el agravio, Milei redujo su comentario —donde acusó al menor de ser parte de una familia “ultrakirchnerista”— a una opinión personal, desligada de su investidura presidencial. El resultado es un mensaje claro: la libertad de expresión se defiende para habilitar la agresión desde el poder, pero se restringe cuando sirve para investigar al propio Gobierno.
La disparatada idea de comando rusos y venezolanos
La ministra Bullrich, por su parte, insiste en que la difusión de audios de la Casa Rosada constituye un acto de inteligencia ilegal y no una tarea periodística. Para reforzar su argumento, apela a teorías sobre injerencias extranjeras que involucran a Rusia, Venezuela e incluso al Tren de Aragua, construyendo un relato donde todo cuestionamiento al Gobierno Milei proviene de un complot externo. Así, el poder transforma la crítica interna en una amenaza internacional y habilita medidas judiciales contra medios y periodistas.
¿De verdad alguien puede creer este guion absurdo?

¿Alguien en su sano juicio puede imaginar que Vladímir Putin está preocupado por Javier Milei y su entorno, mientras Rusia se encuentra en plena guerra contra Ucrania y bajo el peso de duras sanciones internacionales?
¿O alguien puede sostener seriamente la idea infantil de que Nicolás Maduro destina a sus servicios de inteligencia para espiar a Milei, cuando tiene a las tropas de Estados Unidos apostadas en la región y a la expectativa de un eventual movimiento estratégico bajo la órbita de Donald Trump?
La narrativa oficial que plantea la existencia de complots internacionales contra el Gobierno argentino no resiste el menor análisis. Más que una hipótesis de seguridad nacional, parece un libreto construido para instalar miedo y desviar la atención de los verdaderos problemas internos: la crisis económica, las denuncias de corrupción y el desgaste acelerado del oficialismo.
Creer que Rusia o Venezuela organizan operaciones de inteligencia para desestabilizar al Gobierno de Milei resulta no solo desproporcionado, sino también funcional a la construcción de un enemigo externo que justifique medidas de censura, persecución judicial y represión interna.
La paradoja libertaria
El patrón es claro: cuando el periodismo incomoda, es censura, espionaje o conspiración; cuando el poder agrede, se trata de libertad de expresión. En esa inversión de valores, lo que se erosiona no es solo la credibilidad de los funcionarios, sino la calidad misma de la democracia.
La paradoja es evidente: el mismo Estado que justifica el ataque a un niño amparándose en la libertad de expresión, persigue a periodistas acusándolos de conspirar. El resultado es un país donde la libertad deja de ser un derecho universal para convertirse en un privilegio administrado por el poder.
Y aquí es donde la sociedad debe marcar un límite: sin libertad de prensa, sin voces críticas y sin la capacidad de cuestionar al poder, la democracia se vacía de contenido. Lo que hoy se presenta como un ajuste de cuentas político puede convertirse mañana en una maquinaria de silenciamiento permanente. Defender la libertad de expresión no es un capricho opositor, es el último dique que protege a la ciudadanía frente al autoritarismo.