«En Israel hubo torturas y simulacros de fusilamiento», denunció uno de los capitanes de la Flotilla Global Sumud
Si la misión aportó a una pausa en el conflicto, la legitimidad de ese aporte dependerá ahora de que se esclarezcan las denuncias y de que la comunidad internacional transforme la conmoción en políticas que garanticen acceso humanitario y protección de la vida.

La expedición de la Flotilla Global Sumud, compuesta por alrededor de 50 embarcaciones y 480 activistas que intentaron llevar medicinas, agua y alimentos a la Franja de Gaza, quedó marcada tanto por su repercusión política internacional como por las graves denuncias de maltrato sufridas por sus participantes.
Carlos “Cascote” Bertola, uno de los capitanes argentinos de la misión, relató a C5N episodios de detención en aguas internacionales, tratos vejatorios y simulacros de fusilamiento en la prisión israelí de Ktzi’ot, en el desierto del Néguev. Estas acusaciones, si se confirman, plantean problemas éticos y jurídicos que exceden el episodio concreto y reclaman respuestas institucionales.
Desde lo operativo, la Flotilla funcionó como una acción de alto impacto simbólico: logró visibilizar la crisis humanitaria en Gaza y, según sus protagonistas, incidir en la negociación que condujo a un acuerdo para poner fin a la guerra iniciada el 7 de octubre de 2023. La travesía —relatan los activistas— estuvo cruzada por dificultades logísticas extremas: equipos heterogéneos, fallos mecánicos, amenazas con drones y confrontaciones entre tripulantes. Esa fragilidad organizativa contrasta con la disciplina y la capacidad de movilización global que la acción consiguió articular en pocas semanas.
El relato de Bertola añade otra dimensión: la experiencia personal, marcada por una biografía ligada a la represión política en Argentina, funcionó como marco interpretativo de la misión. Desde allí, los actos de desobediencia no violenta —comparados por él con las resistencias de Martin Luther King o Gandhi— son presentados como herramientas para frenar lo que define como proyectos globales de destrucción y dominio.
Es una lectura política potente, pero también parcial: mezcla memoria individual, análisis geopolítico y militancia, y por ello exige ser contrastada con otras fuentes y perspectivas.
En términos de derechos humanos, las denuncias sobre maltratos en la detención —simulacros de fusilamiento, restricción alimentaria, vehículo de aislamiento y privación de medicación— son gravísimas. Aunque el testimonio directo de los activistas merece atención y protección, la acusación requiere investigación independiente y documentación forense donde sea posible.
La detención de civiles que actúan en misiones humanitarias activa obligaciones internacionales: los estados tienen la responsabilidad de investigar denuncias de tortura o tratos crueles, y las organizaciones internacionales y de la sociedad civil deben poder acceder y verificar condiciones de detención.
Políticamente, la respuesta israelí a la Flotilla ilustra una tensión recurrente entre seguridad estatal y derecho humanitario. Para gobiernos e instituciones que priorizan una lógica de seguridad, la presencia de barcos civiles puede percibirse como una provocación o un riesgo; para activistas y organizaciones humanitarias, se trata de un intento legítimo de romper un asedio que, denuncian, utiliza el hambre como arma.
Esa dicotomía no se resuelve solo con discursos: exige marcos claros que permitan el paso de ayuda y, simultáneamente, mitiguen los riesgos operativos sin recurrir a prácticas que vulneren derechos.
El episodio también coloca sobre la mesa una reflexión más amplia sobre la eficacia de las acciones de solidaridad internacional. La Flotilla obtuvo visibilidad y, según sus organizadores, contribuyó al proceso que condujo a una tregua. Pero la visibilidad no equivale a solución estructural: el acceso inmediato de ayuda es crucial, pero la resolución del conflicto requiere políticas de largo plazo, garantías de seguridad para civiles y mecanismos que impidan la instrumentalización del hambre como arma de guerra.
Las acciones simbólicas son necesarias; su potencial transformador depende, sin embargo, de su articulación con diplomacia, presión internacional sostenida y rendición de cuentas.
Finalmente, el testimonio de Bertola —con sus denuncias y su interpretación geopolítica sobre “los malos del mundo” y la posibilidad de escaladas mayores— remite a un clima internacional donde narrativas de amenaza pueden legitimar respuestas excepcionales.
Ese diagnóstico debería inducir prudencia: hay que investigar y sancionar vulneraciones concretas, pero también evitar que la seguridad se convierta en coartada para prácticas que erosionen normas fundamentales. La sociedad civil, los medios y las instituciones jurídicas tienen la responsabilidad de mantener abiertas las preguntas sobre proporcionalidad, legalidad y humanidad.
La Flotilla Global Sumud funcionó como catalizador: mostró la potencia de la acción civil internacional y, al mismo tiempo, dejó al descubierto problemáticas urgentes —posibles violaciones a los derechos humanos, límites operativos de las misiones humanitarias y el desafío de traducir visibilidad en cambios duraderos— que exigen investigación independiente, transparencia estatal y un debate público informado.
