12 de julio de 2025

La Plaza de Perón y un testimonio vivo del día que el pueblo marchó por su líder

Juan Alvarado debía ser operado en el Hospital Fernández y en un arrebato de lealtad, nunca llegó al quirófano. Ese 17 de octubre de 1945 marchó por la liberación de Juan Domingo Perón, preso en la Isla Martín García. El protagonista cuenta en primera persona lo vivido en aquella jornada popular que marcó para siempre la historia política de nuestro país.

Este es un fragmento adaptado del testimonio brindado por Juan Alvarado para referenciar con mayor claridad lo acontecido durante la gesta de la lealtad popular y que de manera sensata recopila Roberto Baschetti en su libro «La Plaza de Perón. Testimonios del 45».

“El día 15 de octubre de 1945 tuve que internarme en el Hospital Fernández para una intervención quirúrgica, que debía realizarse justamente el 17 de octubre a las diez horas. Mire qué casualidad. Indudablemente, ya flotaba en el ambiente esa conmoción del pueblo a raíz de los hechos del 9 de octubre, cuando el general Perón renunció a todos sus cargos: secretario de Trabajo, ministro de Guerra y vicepresidente de la Nación. El pueblo se  agitaba y se movía tras un objetivo, rescatar a su líder

A las siete de la mañana del día 17, con la concurrencia del personal al Hospital Fernández, donde yo estaba, se corre por allá la firme reacción popular de que los trabajadores harían un paro general. Yo trabajaba en lo que ahora es Agua y Energía.

A mí me ataba una cierta corriente con Perón: le había escrito en dos o tres oportunidades, antes del 17 de octubre, porque veía la obra tremenda, dándole a los trabajadores, principalmente, un cúmulo de conquistas sociales.

Perón viene a acomodar las cosas en su justo lugar. Yo en ese momento no tenía ninguna actividad gremial específicamente, tenía una inclinación política, lógicamente esperaba, como quien espera el maná del cielo, que salga alguien que pueda captar lo que realmente quería el pueblo. Y ese alguien fue el general Perón.

Acababan de prepararme para la operación, había que entrar al quirófano. Debía realizarse tres horas después, porque el  personal entraba a las seis, siete de la mañana; pero ya traía la noticia del movimiento del pueblo. Entonces yo, en ese momento ya estaba limpio por fuera y por dentro porque tenía que ir a la operación, en ayunas y todo eso. Junté mis cosas personales, las deposité en una valija que tenía, me cambie de ropa, tomé el ascensor hasta el sótano y por la cochera me largué a la calle. Iba sólo y allí me encontré con grupos de trabajadores que convergían de todos lados hacia la Plaza de Mayo.

Se imaginará: llega mi familia para acompañarme a la sala de operaciones, no me encuentra, el médico se enloquece, me busca por todas partes, las monjas eran un revuelo preguntando por mí ¿Dónde está el enfermo?

El médico que me tenía que operar movilizó todo el hospital buscándome porque había desaparecido con todas mis cosas personales.

Más o menos a la once de la mañana llega la versión de que al coronel Perón lo habían traído de Martín García al Hospital Militar. Entonces nos dirigimos desde Plaza de Mayo rumbo a la avenida Luis María Campos, donde estaba el hospital. Era una columna como de tres cuadras, más o menos. Íbamos por las avenidas o por calles paralelas y la policía nos corrió de un lado y nos encauzaba en otro, pero siempre rumbo al Hospital Militar.

Es decir, la policía no ha sido en ese entonces un factor prohibitivo; al contrario, se había plegado a ese movimiento popular, indudablemente. 

Llegamos allí, se reforzaron las guardias de soldados con ametralladoras y nosotros al grito de ‘¡Perón! ¡Perón! ¡Perón!’. Hasta que, en un momento, Perón se asoma en el quinto piso y nos saluda con la mano. Entonces alguien hizo correr la voz que había que volver a la Plaza de Mayo. Habremos llegado a las tres de la tarde, porque íbamos sin apresuramientos, y vuelvo a repetir que la policía colaboró mucho para que eso se hiciera en orden.

Llegamos a Plaza de Mayo; un poco cansados, recurrimos a las fuentes que en ese tiempo estaban allí, la gente se refrescaba porque hacía mucho calor. Así se fue aglomerando la gente. Ya tuvimos noticias de que venían de Avellaneda. Se habían levantado puentes y la gente se largaba a nado, otros en canoa, pero todos cruzaron el Riachuelo. Avanzaron las horas y la gente machacando al grito de ‘¡Queremos a Perón!’.

Apareció el general Farrell, pidió calma a la multitud y no era oído; varios oradores intentaban dirigirse al pueblo y el pueblo no escuchaba a nadie. Quería a Perón.

Yo había quedado afónico de tanto gritar todo el día, y como vivía cerca de Plaza de Mayo, en la calle Garay, me fui prácticamente corriendo. Tenía una hija de ocho años. Levanté a mi hija y me vine con ella a la Plaza. Con una sola finalidad: ¡Yo no podía gritar! Y eso me mortificaba.

La puse sobre los hombros a mi hija y ella gritaba por mí; de una manera no sé si correcta, porque era una niña de ocho años, pero yo me hice una composición de lugar: no puedo gritar; bueno, que grite mi hija. Por eso la traje. La gente se agitaba permanentemente, se alimentaba con sándwiches que se vendían allí. Pero aguantó, porque iba en pos de una idea: ver en los balcones al líder de los trabajadores, que en ese tiempo era Perón.

Sale Perón al balcón y dice que no está arrepentido de lo que hizo. Si tendría que volverlo a pasar lo haría igual. Y tuvo un recuerdo para su madre. Pero lo interesante de todo esto fue que inmediatamente la Plaza de Mayo estaba totalmente cubierta. Era una inmensa hoguera, al grito de ‘¡Perón! ¡Perón!’.

Serían las dos de la mañana cuando Perón nos exhorta a tener paciencia y a retornar a nuestros hogares. Se formaron varias columnas por las diagonales, otra por la Avenida de Mayo donde yo me encolumné con mi hija a cuestas.

Volví a mi casa. Tenía a mi madre postrada en cama desde hacía tiempo. Imagínese: venir el hijo, llevarse a la nieta de un brazo (porque entonces no entré a ver a mi madre), lo menos que podía hacer era pedirle perdón y lo hice al oído de ella porque estaba muy afónico; le pedí perdón por lo que la había hecho sufrir en esas horas. Entonces mi madre, criolla por excelencia, me contestó: ‘Lo que no te hubiera perdonado es que te hubieras quedado en casa’”.

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