Según los trabajadores del INDEC, el Salario Mínimo debería ser cercano a los $1,9 millones
Esta cifra, que contrasta brutalmente con los ingresos reales del sector estatal, da sustento a un reclamo urgente: un aumento de emergencia del 117% para todos los empleados públicos nacionales, junto con la reapertura inmediata de paritarias y un bono mensual de $150.000.

En un contexto marcado por la aceleración inflacionaria y la inacción oficial en materia salarial, los trabajadores del INDEC volvieron a prender las alarmas: según su último relevamiento, el salario mínimo necesario para una familia tipo en junio de 2025 debió ser de $1.869.924.
La cifra estimada no es un capricho. Responde a una metodología de cálculo que toma en cuenta el costo real de una canasta básica compuesta por $639.836 en alimentos y $1.230.088 en bienes y servicios esenciales. El número final supera incluso la línea oficial de pobreza, que el propio INDEC ubicó en $1.298.398 para el mismo mes. Pero los datos no sólo exponen una brecha creciente entre salarios y necesidades: revelan una desconexión estructural entre el ingreso estatal y la economía real.
Una década de deterioro
El comunicado del colectivo de trabajadores de la Administración Pública Nacional (APN) denuncia una pérdida acumulada del 27% del poder adquisitivo desde diciembre de 2015, con una inflación que sólo en los últimos seis meses trepó al 214,5%. Lejos de una situación coyuntural, el reclamo plantea una emergencia crónica que atraviesa varias gestiones y que se profundizó dramáticamente en los últimos meses de ajuste.
En paralelo, los empleados estatales denuncian que la paritaria permanece congelada, sin propuestas del Gobierno para actualizar salarios ni mecanismos institucionales de contención. “No hay margen para más pérdida salarial”, advierten en el documento, rechazando que los trabajadores estatales continúen siendo “la variable de ajuste” del rumbo económico actual.
El espejo roto del Estado empleador
La situación de los trabajadores monotributistas del Estado expone con crudeza la precarización interna del aparato público: sin aguinaldo, sin estabilidad, sin beneficios, y con ingresos erosionados por la inflación, estos empleados están en la primera línea del derrumbe social. Aunque los bonos extraordinarios otorgados por el Gobierno buscan actuar como paliativos, no alcanzan siquiera para compensar los incrementos de tarifas, alimentos o prepagas: sólo en junio, los servicios públicos en el AMBA subieron un 10,2%, y la medicina prepaga otro 2,8%.
Esta disparidad evidencia una paradoja estructural: el mismo Estado que mide la pobreza, la inflación y el costo de vida, paga salarios por debajo de sus propios indicadores de subsistencia. Y en lugar de responder a los informes de sus técnicos, elige ignorarlos.
Un pliego que marca límites
El reclamo no se limita a una demanda salarial. Incluye el pase a planta permanente sin pérdida salarial, la reincorporación de despedidos y el compromiso de que ningún trabajador ni jubilado quede por debajo de la línea de pobreza. Es, en definitiva, un llamado a recomponer la dignidad del empleo público en un contexto de creciente desigualdad.
Lo que está en juego ya no es solo la equidad interna del sector estatal, sino el principio de que el trabajo formal y registrado debería garantizar una vida digna. Cuando el propio Estado no cumple con ese piso, la lógica del deterioro se vuelve política de Estado.
¿Habrá respuesta?
Hasta ahora, el silencio oficial ha sido el único gesto. Sin convocatoria a paritarias ni propuestas concretas, el Gobierno parece optar por la inercia, con la esperanza de que el tiempo y la resignación hagan el trabajo que la política rehúye. Pero los datos del INDEC y el clamor de sus trabajadores ponen una advertencia clara: el salario estatal, en su estado actual, no es un ingreso, sino una condena. Y el ajuste, lejos de ser un reordenamiento transitorio, se está transformando en una estrategia de exclusión estructural.
