14 de noviembre de 2025

La salud en disputa: el Gobierno respondió a Carrió

El Hospital Garrahan, una de las instituciones pediátricas más reconocidas de América Latina, se convirtió en el nuevo epicentro del enfrentamiento político entre el oficialismo y la oposición. Pero más allá de las frases altisonantes y las acusaciones cruzadas, lo que está en juego es mucho más profundo: el modelo de salud pública que propone el Gobierno de Javier Milei y su impacto real sobre los derechos sociales.

La controversia se desató tras las declaraciones de Elisa Carrió, líder de la Coalición Cívica, quien calificó como un “escándalo moral” el ajuste presupuestario que afecta al hospital y advirtió que el ministro de Economía, Luis Caputo, podría “terminar preso”. Lejos de buscar una salida institucional o un espacio de diálogo, la respuesta oficial llegó con tono combativo: la viceministra de Salud, Cecilia Loccisano, acusó a Carrió de “psicopatear a la gente” y defendió con firmeza el plan de “saneamiento” del Garrahan.

Para Loccisano, el verdadero escándalo no es el ajuste, sino la estructura del hospital: “953 burócratas y solo 478 médicos de planta”. La funcionaria, además, denunció que el presupuesto destinado a personal administrativo supera al del cuerpo médico, y anticipó medidas drásticas como el control biométrico de asistencia y despidos masivos de “quienes no trabajen”.

La lógica oficialista es clara: se trata de una cruzada contra lo que denominan el “gasto innecesario”, los “ñoquis” y la supuesta ineficiencia heredada del kirchnerismo. Bajo esta mirada, los recortes no son un problema, sino parte de una solución moralizadora. La salud pública no se desfinancia: se “ordena”. El presupuesto no se reduce: se “optimiza”.

Pero esta narrativa tiene serias grietas. El Garrahan no es un ministerio superpoblado ni una empresa estatal en crisis: es un hospital pediátrico que atiende a miles de niños y niñas de todo el país, muchos de ellos sin otra alternativa. Su sostenimiento no puede analizarse con la lógica de una planilla de Excel ni reducirse a una tabla de proporciones entre médicos y administrativos.

Los cuestionamientos de Carrió —más allá de su intención política— ponen el foco en un aspecto clave: ¿cómo afecta este “ordenamiento” a la atención diaria, a las listas de espera, a la calidad del servicio, a las condiciones laborales del personal médico? En este punto, el silencio del Gobierno es ensordecedor. No hay informes técnicos, datos de impacto ni evaluaciones externas que respalden la reestructuración. Solo hay un relato, agresivo y simplista, que demoniza al sistema para justificar su vaciamiento.

La defensa del aumento presupuestario del 244% entre 2023 y 2024, esgrimido por Loccisano, omite un dato crucial: la inflación interanual supera con creces esa cifra. Es decir, en términos reales, el presupuesto no aumentó, se achicó. A esto se suma la parálisis de programas, la falta de insumos, la pérdida de personal calificado y un clima de incertidumbre generalizado dentro del hospital.

Este caso ilustra una tensión más amplia que atraviesa a todo el modelo libertario: la idea de que los servicios públicos deben ser eficientizados a toda costa, aun si eso implica retroceder en derechos básicos. La salud, en esta lógica, deja de ser un derecho garantizado por el Estado para convertirse en un servicio más, sujeto a criterios de rentabilidad.

La disputa por el Garrahan no es un debate menor ni un simple cruce mediático. Es una muestra de hacia dónde se dirige la política sanitaria del Gobierno y de qué lugar ocupa —o deja de ocupar— la salud pública en su proyecto de país. El riesgo no es solo que falten médicos o recursos: el riesgo es que se instale una concepción que ve en cada paciente un gasto y en cada trabajador un número prescindible. Y eso sí, es un verdadero escándalo.

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